La creciente inquietud por la salud y la sostenibilidad ha disparado la preocupación por lo que se come, unas veces de forma justificada y otras fruto de la obsesión

FUENTE: El País

Diez superalimentos que incrementan la energía, ocho errores que comete incluso la gente que come siempre sano, por qué vale la pena gastar más para comprar alimentos ecológicos… Internet arroja cientos de entradas relacionadas con la comida. Cada vez nos importa más lo que comemos, y no solo por motivos de salud, sino también por el impacto negativo que la producción de alimentos a gran escala tiene sobre la biodiversidad y el medio ambiente. Una preocupación que muchas veces tiene sentido, algunas veces roza la obsesión y a menudo genera desconcierto.

¿Somos lo que comemos? Sin interrogantes, con esta frase, convertida hoy en un mantra, el antropólogo Ludwig Feuerbach criticaba en el siglo XIX la visión de la iglesia de que solo se necesitaban pan y agua para vivir, porque lo único que había que alimentar era el alma. Comer ha sido históricamente una cuestión de supervivencia. Cuando la agricultura moderna aumentó drásticamente la producción, empezó a relacionarse cada vez más comida con salud. En 1942 el estadounidense pionero de las dietas antigrasas, Victor Lindlahr, alertaba en su clásico Eres lo que comes de que el 90% de las enfermedades eran fruto del mal comer y daba consejos para perder peso, corregir el mal aliento o aliviar la artritis. Casi 30 años después, mientras la obesidad, los infartos y el cáncer crecían, Adelle Davis, gurú de la nutrición, afirmaba: “Si una mujer quiere matar a su marido, puede hacerlo desde la cocina”. La policía, decía, ni se molestaría en investigarlo. Estaba convencida de que casi todos los males podían curarse con una dieta saludable.

Lo cierto es que la inquietud por la comida no ha hecho más que ir en aumento. El último culpable señalado es el aceite de palma. Es una grasa saturada perjudicial, sobre todo porque es el ingrediente favorito en productos procesados como la bollería industrial y las patatas fritas. Además, su cultivo intensivo en el sureste asiático ha provocado la destrucción de bosques tropicales, ha puesto en peligro de extinción a gran cantidad de seres vivos, como el orangután, y ha incrementado las emisiones de CO².

“Sabemos de sus efectos nocivos desde los años noventa”, explica Emilio Martínez de Victoria, catedrático de Fisiología en el Instituto de Nutrición y Tecnología de los Alimentos de la Universidad de Granada. “Sin este aceite, la pastelería industrial no sería tan apetitosa. A veces se retira como ingrediente y se sustituye por aceite de coco hidrogenado, que aún es peor”, advierte. “Lo que hay que hacer es no comer tantos productos procesados”.

No mata el veneno, sino la dosis. Es lo que piensa José Miguel Mulet, profesor de biotecnología de la Universidad Politécnica de Valencia y autor de Comer sin miedo. “Hay temores infundados, como los transgénicos, los aditivos, el aceite de palma y lo próximo estoy seguro de que va a ser el glutamato, un potenciador del sabor que tiene mala fama, pero tampoco es para tanto”, asegura. Si bien reconoce que el aceite de palma “suele estar en los alimentos más desaconsejables”.

¿Nos preocupamos en exceso? ¿Nos hemos pasado de la raya? La ingeniera agrónoma María Dolores Raigón discrepa. “Estamos ante una alerta social. Si un consumidor ve que un pollo entero vale solo tres euros, y una lechuga cuesta uno, es normal que se plantee qué está pasando, qué sistema permite esto, y busque información sobre sostenibilidad y nutrición en Internet, donde hay de todo y no siempre fiable. Para llegar a un equilibrio es necesaria una formación básica: enseñar a comer desde el colegio”, opina la catedrática de la Universidad Politécnica de Valencia, que investiga la calidad nutritiva de los alimentos ecológicos y preside la Sociedad Española de Agricultura Ecológica.

“Hay mucha información, a veces contradictoria, y esto genera confusión”, coincide el nutricionista Juan Revenga. “La ciencia avanza y lo que ayer era bueno ya no lo es; además los intereses comerciales condicionan los reclamos; los medios a veces desinforman, y, no lo neguemos, los consumidores compramos los mensajes que queremos oír”, añade el autor de Adelgázame, miénteme. Su receta: espíritu crítico y formación.

Por un lado crece la lista de alimentos sospechosos (gluten, leche con o sin lactosa, carne, azúcar), y por otro entran en el cesto de la compra los llamados superalimentos (quinoa y el kale o col rizada), que se ponen de moda. Por el momento no hay pruebas científicas que indiquen que dejar el gluten o la lactosa beneficie a quienes no tienen una intolerancia. En cambio, la evidencia indica que, a medida que se incrementa el peso en la dieta de las proteínas vegetales sobre las animales, hay una menor mortalidad cardiovascular y menos diagnósticos de cáncer. En cuanto al azúcar, su abuso se señala como uno de los culpables de la epidemia de obesidad.

La dieta parece que cambia. En España, por ejemplo, el consumo de carne fresca se redujo un 1,5% en 2015 y se estancó en 2016, año en el que subió la compra de frutas (un 8,6%) y de verduras (un 4,5%), según la consultora Nielsen. Pero los alimentos procesados no caen. Algo parecido ocurre en EE UU, el país más carnívoro. El consumo de ternera se ha reducido un 19% entre 2005 y 2014, según un informe del grupo de defensa del medio ambiente Natural Resources Defense Council.

Demasiados productos ultraprocesados, muy pocas verduras y frutas, demasiada comida rápida y poca cocina casera. Este es el cóctel letal desde el punto de vista de la salud. Juan Revenga opina que la cocina se ha trasladado al sillón. “Los programas relacionados con la gastronomía tienen grandes audiencias pero la gente no sabe cocinar; se ha cortado la transmisión de la cultura culinaria”, afirma y recomienda dedicar más tiempo a los fogones. “Creo que no hay que dejarse llevar por las modas, y excluir ingredientes de la dieta porque sí, sino saber lo que es sano y le sienta bien a cada uno, sin extremismos”, opina la chilena Antonia Tagle, asesora en alimentación saludable.

La televisión es un escaparate del lugar omnipresente que la comida ocupa en nuestra cultura, del que no se salva ni siquiera el arte contemporáneo: en el food design a través de composiciones fotográficas y performances se subraya la belleza de los alimentos o se denuncia su producción. Y de la aproximación conceptual o irónica en galerías de vuelta a las sofisticadas mesas con iniciativas como la del chef Dan Barber, que utiliza sobras para sus nuevas creaciones.

Y es que el proceso para alimentar a los clientes de Barber y al resto de 8.000 millones de habitantes de la Tierra tiene un elevado coste. La agricultura es el mayor consumidor de agua, tiene un papel importante en la deforestación y la pérdida de biodiversidad, y afecta a la calidad del agua. A la vez, es el mayor empleador del mundo y un sector económico clave.

“La agricultura moderna (semillas y variedades mejoradas, uso de fertilizantes, y protección de las plantas y de los animales frente a las plagas y las enfermedades) ha sido clave para que la producción creciera a un ritmo suficiente para proporcionar alimentos diversos y de calidad a una población cada vez mayor”, explica Alexandre Meybeck, especialista en cambio climático de la FAO. “Pero hay inconvenientes derivados de prácticas que no siempre han tenido en cuenta una gestión sostenible de los recursos naturales”. El uso intensivo de pesticidas —un negocio en crecimiento que mueve 50.000 millones de dólares al año— es una de las causas de que estén desapareciendo las abejas, de cuya polinización depende gran parte de la producción mundial de alimentos.

El uso de antibióticos en el ganado tiene un gran impacto: está relacionado con la mayor resistencia a estos medicamentos entre los humanos. Además, la producción de carne es un gran generador de emisiones de efecto invernadero. “La Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria promueve que los científicos busquemos alternativas para disminuir los antibióticos sin afectar la producción”, explica Martínez de Victoria. “Cada vez nos alimentamos con un número más limitado de especies y se están perdiendo muchas”.

¿Los alimentos ecológicos son una alternativa? El debate que suscita este tipo de producción —que entre otras cosas está exenta de pesticidas artificales— suele ser enconado. ¿Sería capaz de alimentar al mundo? ¿Es mejor una naranja bio que una convencional? La FAO defiende la necesidad de una producción más sostenible y aquí incluye la promoción de lo orgánico. “La ecoagricultura contribuye a crear sistemas de comida sostenibles”, explica Meybeck. “Además, los consumidores suelen aceptar pagar un poco más, lo que se traduce en sostenibilidad económica y social [de los países productores]”.

Para Dolores Raigón, está claro el beneficio. La normativa europea obliga a que esta producción esté exenta de “sustancias químicas de síntesis que tienen repercusiones sobre la salud y el medio ambiente”. Respecto al valor nutricional, la investigadora argumenta que “hay polémica porque las concentraciones de nutrientes son muy variables entre alimentos y las comparaciones son difíciles”. Los avances al respecto, añade, son recientes, porque la existencia de los cultivos ecológicos certificados también lo es. En su laboratorio, la ingeniera ha detectado, por ejemplo, más vitamina C en cítricos y pimientos. Otros estudios han encontrado un mayor nivel de antioxidantes.

Mulet, un escéptico confeso de lo ecológico, discrepa y pone el acento en que “estos productos en proporción acumulan más alertas alimentarias por contaminación de E. coli o micotoxinas”. Desde el punto de vista nutricional, opina que no existen pruebas contundentes de que sean mejores que los convencionales.

España ha aumentado un 40% en dos años la demanda interna de productos ecológicos y se encuentra entre los 10 países que más los consumen. Brenda Chávez cuenta en Tu consumo puede cambiar el mundo (Península) que España es el líder europeo en ecoagricultura, “la sexta potencia mundial con 1,8 millones de hectáreas”. La periodista detalla cómo la industria se ha alejado de “la alimentación de siempre”, ha monopolizado la producción y reducido la capacidad de los pequeños y medianos productores.

Más allá de este debate, lo cierto es que muchas décadas después de que el acceso a los alimentos dejara de ser un problema para gran parte de la población mundial, la comida sigue siendo una cuestión de supervivencia. Lo que está en juego esta vez es el mismo planeta.

 

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