Los estadounidenses Hall, Rosbash y Young, premiados en Medicina por desentrañar el mecanismo de los ritmos circadianos.

FUENTE: La Razón

Eran las 4:40 a.m. en Maine (EE UU). Jeffrey C. Hall recibía una llamada procedente de Suecia. «¿Es una broma?», respondió. Poco antes, a las 2:20 a.m., también sonaba el teléfono en casa de Michael Rosbash. «Cuando alguien llama a esa hora es normalmente porque alguien ha muerto...», aseguró. Los relojes biológicos de Hall, Rosbash y su colega Michael W. Young se alteraron por completo. Curiosamente, los mismos relojes que ellos han dedicado su vida a estudiar. Pero poco debió importarles: los tres acababan de ganar el Premio Nobel de Medicina. Pero, ¿a qué nos referimos con «reloj biológico?». Ya sabíamos que, no sólo nuestra especie, sino todos los mamíferos e invertebrados, contamos con una serie de ritmos circadianos. «Son los ritmos internos que nos informan del momento del día en el que estamos. Nos tenemos que adaptar a un día de 24 horas y debemos anticiparnos a lo que ocurre», explica a LA RAZÓN Francisco Martín, investigador del Instituto Cajal. Este mecanismo es el que explica, por ejemplo, el hecho de que «cuando comemos por la noche durmamos peor: nuestro organismo piensa que no es tan tarde y se ‘‘resetea’’». También explica por qué, si trasnochamos una noche tras cenar con unos amigos, nuestro organismo se acostumbre a que nos durmamos tarde. «Es lo que se conoce como ‘‘jet lag’’ social», asevera.

Así, nuestro «reloj central», el que nos dice cuando tenemos que dormir, cuando debemos comer o en qué momento mostrarnos activos, se situaría en una zona del cerebro, el núcleo supraquiasmático. «Allí contamos con una serie de neuronas muy sensibles al ritmo de la luz diurna y al de la oscuridad en la noche, marcándonos el ritmo de vigilia-sueño. Este núcleo recibe información de muchas áreas del cerebro: áreas emocionales, más nerviosas, lo que puede llevar a trastornos del sueño; o del lóbulo frontal: al estar preocupados, el ritmo se puede alterar», explica por su parte David Pérez, portavoz de la Sociedad Española de Neurología (SEN).

Si ya conocíamos esto, ¿qué es lo que ha posibilitado el triple premio Nobel de ayer? A mediados de los ochenta, y cuando trabajaban en la Universidad de Brandeis de Waltham (Massachusetts, EE UU), Hall, experto en neurogenética y que llevaba largo tiempo estudiando los ciclos de vigilia-sueño en animales, contagió a Rosbash su pasión por el «reloj biológico». Rosbash ya había estudiado la influencia de los genes en el comportamiento y en los ritmos circadianos. Sin embargo, el entusiasmo mostrado por Hall y la amistad que surgió entre ambos fue lo que le hizo profundizar en esa línea.

Así, ambos aislaron un gen de la Drosophila, la conocida como «mosca de la fruta». Era el llamado «gen periodo». Y descubrieron que codifica una proteína, que se acumulaba durante la noche y se degradaba durante el día. Era la proteína PER. Por su parte, Young, desde la Universidad Rockefeller, en Nueva York, obtuvo idénticos resultados. Hall, Rosbash y Hall no descubrieron los ritmos circadianos, pero sí los mecanismos que logran ponerlos en hora.

«Vieron que los niveles de esa proteína oscilan en el tiempo, en un periodo de 24 horas», afirma Martín. «El gen expresa la proteína a un nivel alto durante el día, disminuye por la tarde y vuelve a subir a finales de la noche. Es como una onda que sube y baja. Y esa oscilación es la que explica por qué sabemos en qué momento del día nos encontramos», añade.

«El premio se ha otorgado debido a la base genética de los ritmos circadianos. No sabíamos que había unos genes involucrados, ni que el ADN codifica unas proteínas que se activan y se desactivan», asegura por su parte Pérez. Sí, la alteración del ritmo está relacionado con los trastornos del sueño como el insomnio, por lo que sus hallazgos nos hacen pensar en próximas dianas terapéuticas. Pero hoy también sabemos que esta alteración de los ritmos «antecede a enfermedades neurodegenerativas como el alzhéimer o párkinson. Posiblemente, estos ritmos tengan una relación con estas enfermedades», añaden desde la SEN. De hecho, Francisco Martín estudia ahora mismo, también en la Drosophila, cómo un tumor, el glioma, afecta a los ritmos. «Todavía no sabemos si es una causa o una consecuencia», asegura.

Sin embargo, los ritmos circadianos tienen otra lectura, digamos, más antropológica. Genéticamente, los seres humanos estamos diseñados para «encendernos» y «desconectarnos» a lo largo de una serie de horas del día según los ciclos de luz y oscuridad. ¿24 horas? Puede que más. «Sabemos, por experimentos, que un grupo de sujetos dentro de una cueva y sin referencias exteriores han prolongado sus ritmos hasta las 25 o las 26 horas», dice Pérez.

Además, cabe otra pregunta: si estos ritmos están pensados para los ciclos de luz y oscuridad, ¿cambiarán debido a una era en la que estamos permanentemente rodeados de luz artificial? ¿Evolucionarán? «Nuestro reloj interno no está preparado, por ejemplo, para la luz de los móviles», dice Martín. «Sin embargo, la selección natural no trabaja tan rápido como para que estemos adaptados en 300 o 400 años», concluye.

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