No valorar estos dos parámetros de manera conjunta dificulta la prevención y el tratamiento de las enfermedades no transmisibles, que son las que representan la mayor carga para los sistemas de salud

FUENTE. El País

A simple vista, Marta e Isabel llevan una vida muy similar. 58 años una; 62, la otra. Viven en el mismo barrio residencial, frecuentan los mismos lugares, comparten aficiones. Ambas tienen sobrepeso, aunque ninguna sigue una dieta especial ni realiza actividades físicas. Acuden a sus revisiones médicas con la misma frecuencia y en el mismo centro de salud. Sin embargo, sus últimas evaluaciones anuales de riesgo cardiovascular, que identifican el peligro de infarto o de accidentes cardiovasculares arrojaron resultados muy distintos: Marta necesita un seguimiento especial porque su riesgo es mucho mayor. No tiene hipertensión, ni diabetes, ni el colesterol elevado; como su amiga, no consume ni alcohol ni tabaco. ¿Por qué entonces esta diferencia? Marta tiene depresión.

Esta valoración integral de la salud de la que han sido objeto Marta e Isabel no es la común en buena parte del mundo. La salud física y la salud mental se han venido considerando de manera independiente, lo que dificulta generar respuestas apropiadas para la prevención y el tratamiento de las enfermedades. Además, esta segmentación desconoce un hecho de enormes consecuencias para la gestión de la salud: que ambas se afectan mutuamente y que tanto su diagnóstico como su tratamiento oportuno obligan a adoptar un nuevo enfoque.

¿Qué explica que las personas con depresión severa o esquizofrenia tengan entre un 40% y un 60% más de probabilidad de muerte prematura que el resto de la población? Aparte del suicidio, la respuesta se encuentra en que las personas con trastornos de salud mental, si es que son tratadas, lo son únicamente por esa patología, desatendiendo problemas de salud física tan frecuentes como la hipertensión o la diabetes que, al no recibir tratamiento, conducen al consecuente agravamiento de condiciones no diagnosticadas.

La interrelación entre salud física y mental también funciona a la inversa: no solo las personas con enfermedades crónicas tienen un mayor riesgo de depresión y de otros problemas como trastorno de ansiedad, sino que la presencia de patologías de salud mental incide directamente en el control de las enfermedades crónicas, lo que hace que su pronóstico sea peor.

A pesar de que desde hace más de una década se está llamando la atención sobre esta influencia recíproca, aún estamos lejos de lograr la integración. Es más, la prevención de las enfermedades crónicas y su diagnóstico temprano suele centrarse en cuatro factores principales de riesgo —dieta poco saludable, sedentarismo, alcohol y tabaco— y rara vez se presta atención a los desórdenes mentales como otro factor crítico de similar importancia.

Los trastornos mentales son una causa importante de morbilidad y contribuyen en buena medida a la carga mundial de enfermedades no transmisibles, que representan el mayor gasto en salud en los países industrializados y un problema que crece rápidamente en los países de ingresos medios y bajos. La estrecha conexión de las enfermedades crónicas con las enfermedades mentales ha hecho que la Organización Mundial de la Salud (OMS) las haya destacado entre las condiciones de salud pública de alta importancia, razón por la que este organismo ha vinculado su estrategia para prevención y control de las enfermedades no transmisibles al 2020 con el Plan de Acción en Salud Mental 2013-2020.

Esta llamada a la acción ha de ser escuchada con especial atención en el continente americano. Según un documento publicado recientemente por la OMS, los trastornos de salud mental son una importante causa de discapacidad y mortalidad en América y provocan un tercio del total de los años perdidos por discapacidad. Los trastornos depresivos son, por sí solos, la principal causa de discapacidad y de discapacidad combinada con mortalidad. Mientras América del Sur, en líneas generales, tiene mayores proporciones de discapacidad debida a enfermedades mentales comunes, Centroamérica se ve más afectada por los trastornos bipolares y por los trastornos de comienzo habitual en la infancia y la adolescencia, así como por la epilepsia. En Estados Unidos y en Canadá la discapacidad es provocada en mayor medida por la esquizofrenia y la demencia así como por las tasas abrumadoras de trastornos generados por el consumo de opiáceos.

Los avances logrados en la prevención y manejo de las enfermedades no transmisibles deberían vincularse estrechamente al monitoreo de las políticas públicas y al fortalecimiento de los sistemas de atención de la salud mental. Las fronteras entre la salud mental y la física son cada vez más tenues a la par que se consideran en mayor medida las continuas interacciones entre sus síntomas, causas, efectos y factores de riesgo. Las políticas sanitarias dirigidas a la prevención y al manejo de enfermedades crónicas deberían ir de la mano de las políticas de salud mental. El gasto en salud ha de cubrir ambos frentes y los sistemas de atención deberían ser diseñados teniendo en cuenta esta conexión. Solo así la coexistencia de desórdenes mentales y carga de enfermedades cardiovasculares dejará de ser la comorbilidad olvidada de los sistemas de salud.

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