La Universidad Miguel Hernández lidera un proyecto para mejorar la calidad de vida de los tetrapléjicos

FUENTE: Información

Una de las principales batallas de las personas discapacitadas es, sin duda, la frustración. La imposibilidad de realizar acciones cotidianas como cambiar de canal con el mando de la tele o ir a la cocina a coger un yogur de la nevera, sobre todo para los que pueden comparar con sus capacidades antes de perder una determinada función. Además de la fortaleza y el afán de superación, uno de los grandes aliados para vencer este tipo de traumas es la tecnología, que avanza a un ritmo vertiginoso. El grupo de investigación de Neuroingeniería Biomédica de la Universidad Miguel Hernández (UMH) forma parte de esa comunidad de científicos que no deja de pisar el acelerador. De hecho, lidera un proyecto europeo en el que participan nueve instituciones y empresas de Italia, Alemania, Gran Bretaña y España, y que cuenta con un total de 3,4 millones de euros. Un montante para dar con fórmulas, robóticas en este caso, que le hagan la vida más fácil a miles de personas con discapacidades severas.

Este equipo internacional se ha coordinado para el desarrollo de un pionero exoesqueleto robótico que va anclado a una silla de ruedas y que se conecta al brazo del paciente. Un producto que irá destinado, sobre todo, a tetrapléjicos o a personas que, por otra razón, hayan perdido la movilidad pero que mantengan buenas facultades cognitivas. Y es que este interfaz revolucionario consigue que, captando una serie de impulsos cerebrales, puedan conducir su asiento con ruedas y mover su extremidad artificial.

El coordinador de este proyecto y miembro de este grupo de investigación, Nicolás García Aracil, reseña que el aparato consta también de una especie de gorro con sensores a través del que se captan las decisiones del individuo, además de unas gafas especiales con el que el usuario apunta hacia los objetos que quiere coger. Su compañero de equipo, José María Sabater, que se encarga de todo lo que tiene que ver con los sensores, resalta que «la mayoría de datos que extraemos de las gafas, no los obtenemos solo a través de la cámara que tiene instalada, sino de una serie de electrodos que colocamos en los músculos cercanos a los ojos, que nos permiten saber hacia dónde está mirando el beneficiario. Si solo nos basáramos en la información de la cámara, simplemente obtendríamos datos sobre lo que tiene frente a la cabeza. Este mecanismo nos permite trabajar, incluso, con lo que mira de reojo», argumenta el profesor de Robótica que conforma este grupo de Neuroingeniería junto a García Aracil y Eduardo Fernández, director del mismo.

El brazo robótico, en un primer momento, era un elemento aislado al cuerpo del paciente. «Pero en las entrevistas que les hicimos a los discapacitados nos dejaron claro que prefieren tener la sensación de que son ellos los que cogen o manipulan las cosas, de ahí a que decidiéramos conectar la tecnología con su propio cuerpo», apunta Nicolás García Aracil.

En un principio, la primera versión del exoesqueleto tenía un peso de unos 35 kilos pero los desarrolladores del aparato han conseguido aligerarlo a unos 10 kilos. El grado de precisión del brazo no solo le vale al usuario para coger o agarrar cosas, sino también para peinarse o lavarse los dientes.

Esta silla robótica forma parte de un proyecto integral, denominado AIDE, que es la abreviatura en inglés de «Interfaces multimodales adaptativos para asistir a personas discapacitadas en actividades de la vida diaria». Además de en el exoesqueleto, trabajan en otros programas para mejorar la comunicación de los pacientes con la gente de su alrededor. Sistemas ligados a plataformas como Skype, Whatsapp o Facebook, que se manejarían a través de una tablet conectada también a la silla cuyo puntero se mueve con la mirada. También diseñan softwares para facilitar al usuario el acceso a actividades de entretenimiento normales, como jugar a un videojuego en un ordenador o ver una película, o incluso expresarsus sentimientos a través de la música o el arte.

Los grados de frustración

El grupo de Neuroingeniería Biomédica de la Universidad Miguel Hernández (UMH), dentro de este tipo de instrumentos con los que quieren mejorar la vida de las personas discapacitadas, está introduciendo una tecnología que se basa en conocer cómo se encuentra el enfermo a nivel anímico cuanto los está utilizando. El científico José María Sabater detalla que «tenemos aparatos con los que, por ejemplo, tras sufrir un ictus, el paciente mejora ciertas capacidades motoras. A través de unos sistema de sensores podemos detectar el nivel de frustración del enfermo para que la tecnología adapte la terapia». Lo que consiguen con esta tecnología es que el propio software regule el esfuerzo que tiene que llevar a cabo el usuario. «Realmente es un pequeño engaño con el fin de motivarle», dice.

Farmacias abiertas y de urgencia más cercanas